miércoles, 10 de diciembre de 2014

Capítulo 4. Gabrielle.

Observé como mi madre garabateaba nerviosa en un trozo de papel. No logré ver lo que ponía, pero tampoco intenté hacerlo. No me sentía con fuerzas, ni siquiera conseguía incorporarme de la butaca marrón del salón, esa en la que tantos buenos momentos había vivido… ¿Para qué hacerlo? Ya no había nada... Absolutamente nada.
Recordaba las historias que me contaba mi padre, esas de barcos llenos de oro que habían cruzado todo un océano en busca de aventuras, con esos viajes soñaba desde muy pequeña, y la verdad es que en aquel instante necesitaba uno de aquellos barcos, uno que me llevase muy lejos, que a todos nosotros nos llevase a casa, a un lugar seguro, en paz. Recordaba también las frustraciones de mi madre tratando de enseñarme a coser y a hacer todas esas labores que ella consideraba que debía saber controlar una buena señorita. ¿Acaso yo no lo era? No para ojos de los demás. La señora Chassier, aquella mujer regordeta provista de una misteriosa sombra oscura encima del labio superior que recalcaba la poca feminidad que la amiga de mi madre poseía, no cesaba en decirme una y otra vez que a ese paso nunca sería una mujer de provecho. ¡Qué culpa tenía yo de querer aprender, ver cosas nuevas, disfrutar de mi juventud! Ella deseaba emparejarme con su hijo Bastian, un joven apagado, sin sueños, carente de alegría, incluso de vida. Estudiaba derecho y era el último hombre en el mundo con el que me hubiera gustado compartir mi vida. En cambio, Adrien... el recuerdo de Adrien, de mis veranos en Marsella, de todos aquellos besos… ese recuerdo aún quemaba. 
Ya nada importaba. Añoraba a la señora Chassier y a su hijo, ellos también eran judíos, ¿dónde estarían? Tal vez pronto tendríamos la suerte o la desgracia de reencontrarnos.

Un estrepitoso ruido me sacó de mis ensoñaciones, me incorporé y me dirigí hacia el pasillo.
-Papá, ¿qué…?
-¡Vete de aquí, hija! ¡Vete!- exclamó, dejando caer lo que tenía entre manos y dándome tiempo para contemplar lo que allí sucedía.
Jamás hubiera imaginado que aquel viejo piso de París podía ocultar una trampilla bajo el suelo. Apenas era visible, tan sólo se notaba una pequeña rendija, como si se tratase de una tara de la propia madera del suelo. 
En aquel instante mi padre había logrado levantarla y sacaba de su interior un paquete envuelvo en lo que parecían capas y capas de papel.
Le miré confusa y temerosa. No quería tener más motivos que darle a los nazis para que nos arrestasen, al fin y al cabo… todos sabíamos que iban a hacerlo, pero eso eran palabras mayores. ¿¡Qué escondían!?
-¡Elise! ¡Sácala de aquí!-exclamó de nuevo, lanzándome una mirada de furia.
No hizo falta que mi madre se acercase a mí. No quería ver nada más, no quería ser consciente de lo que allí sucedía… no deseaba más que esconderme hasta que todo terminase, hasta que nos dejasen ser una familia feliz tal y como lo habíamos sido antaño.
Me encaminé a mi cuarto y dejé la puerta entreabierta, espiando por una rendija.
Observé como mi padre arrastraba el cuadro hacia el rellano de la puerta, asegurándose de que nadie más se encontraba allí, y, de manera inesperada, golpeaba la puerta de la casa de los Gaudet.
La madre de Ariane, Camille, abrió segundos después y tras intercambiar unas palabras con mi padre, introdujo el paquete en el interior de su casa y asintió con la cabeza repetidas veces.
Cerré los ojos con fuerza. Sentía que cuanto más supiera, más me acecharía el peligro. Sentía que había estado engañada toda mi vida.

Me acurruqué en cama y abracé las piernas contra mi pecho como hacía cuando era una niña pequeña, como necesitase una vez más las caricias que antaño me había dado mi madre para reconfortarme.
Ya nada tenía sentido. Me negaba a pensar lo mucho que habían cambiado las cosas, nuestra vida no era ni sería jamás la misma. Todos nuestros amigos, nuestro patrimonio, nuestros sueños, ilusiones... incluso nuestra dignidad.
Hacía tan sólo unos días que había presenciado como mi padre trataba de negociar con aquel teniente… Schulz. ¿Nuestras vidas a cambio de un cuadro? ¡Un cuadro que ni siquiera teníamos! O tal vez sí, ya no estaba segura de nada... ¿Tres seres humanos valíamos eso? Un mísero cuadro de Sandro de’Marchesi. Odiaba a ese pintor, odiaba al teniente Schulz y comenzaba a odiar a mi padre por ocultarme la verdad, por negarse a decirme lo que estaba sucediendo.
Lamentarse no tenía sentido. Hacía tiempo que nuestro destino estaba escrito.

-Gabrielle,-mi madre entró en mi cuarto, con los ojos llorosos- ten, guarda esto.
Cogí el trozo de papel que me ofrecía. Era una nota.
-No salgas de tu cuarto hasta que yo te lo diga, por favor, Gabrielle… hazme caso, hija.-continuó diciendo mientras me acariciaba el rostro.
Fue entonces cuando pude leer en sus ojos, ver a través de ellos y alcanzar su alma y su corazón. Nunca vi tanto dolor en una mirada, tanto sacrificio… supe en aquel instante que debía retener esa imagen, todas las imágenes que alcanzaban mi mente y que me recordaban los buenos momentos que allí había vivido con mi familia.


“Camille, gracias por todo. Jamás podré agradecértelo. Sabes lo que tienes que hacer, sabes qué es lo único que te he pedido. Cuando llegue el momento entrega la carta y buscad el manuscrito. Es la única opción. Huid. Cuida a mi niña y dile que la quiero, que es la luz de mi vida y allá a donde vaya, siempre estará en mí.”

Me estremecí. No debía haber leído esa nota, no debía… Aquello sólo significaba que…
Escuché pasos firmes en el pasillo. Contuve la respiración, temía que se percatasen de mi presencia, que descubriesen que estaba allí escondida. Tal vez las lustrosas botas del teniente Schulz se encontrasen justo encima de mi cabeza, sobre la trampilla del suelo en la que estaba escondida.
Me tapé la boca con las manos, sentía que en cualquier momento explotaría, que la ansiedad se apoderaría de mí, que aquel escondite claustrofóbico era visible para los ojos de cualquiera. Tenía tanto miedo… ¡tanto pánico!
-Me temo que está cometiendo un terrible error, señor Moreau. Si no me entrega esos cuadros arrestarán a toda su familia.-escupió, con desgana. Parecía que se tenía el discurso más que aprendido. Yo no podía evitar preguntarme cuantas veces había pasado por algo así, a cuantas familias le había hecho lo mismo.-¿Dónde está su hija?
Quise abofetearle, quise salir de mi escondite y dispararle, volarle los sesos con aquella pistola que llevaba enfundada. Deseé hacerlo, por un momento lo deseé.
-Nos arrestarán de todos modos.-añadió mi padre, riéndose de manera excéntrica.-No le diré donde está mi hija, ni le entregaré los cuadros yo mismo, al fin y al cabo ustedes se encargarán de desvalijar la casa entera. No nos queda nada, nos lo han quitado todo.
Schulz resopló y pude escuchar sus pasos encaminándose hacia la puerta de casa.
-Iba a hacer esto por las buenas, señor Moreau, para mí ustedes son indiferentes… no pretendo causar más daño del inevitable pero no me deja otra opción. Si no colabora tendré que llamar a mis compañeros que en este momento se encuentran abajo, únicamente tengo que dar la orden.
Mi esperanza en la humanidad carecía de sentido. No podía entender como una persona no podía sentir compasión, tristeza, incluso algún tipo de empatía.
Un silencio se instaló en nuestra casa, un silencio que me pareció eterno. El teniente Schulz salió de la estancia. Todo había acabado… nos entregaría.
-¡Es el momento!- mis padres abrieron la trampilla y me ayudaron a salir al exterior. No quería huir, no quería moverme de su lado… no quería salir de allí.

Entre empujones y lágrimas salí de la que hasta entonces había sido mi casa, estaba cargada de miedos y de culpabilidades. Aporreé la puerta de la estancia de los Gaudet con una nota estrujada en la mano.


Sólo sé que antes de esconderme en casa de mis vecinos, unos ojos azules me observaron desde las escaleras… unos intensos y fríos ojos azules, conocedores de un secreto más.

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